lunes, 23 de octubre de 2006

La crueldad y la estulticia

(Advertencia al lector: éste es un cuento pesado, con un motivo tonto, un portagonista más tonto aún y una inspiración que se lleva la palma; éstas gilipolleces se le ocurren a un gato porque ayer comprobó que tenía un danisísimo con fecha del 02/08 en la nevera)

Se acabó. Se terminó. Ya no iba a aguantar más risas, o que le ridiculizaran en público. Ni las collejas de los compañeros en el trabajo cuando no entendía algo. La gente había llegado al límite de su resistencia, había terminado con su paciencia. Hasta la adorable Paquita, de la que un tiempo había estado enamorado hasta el tuétano, le había demostrado que no confiaba en su valía, que le despreciaba como hombre. Desagradecida. Pero todo eso se terminó.

Iba a llevar a cabo el plan más importante de su vida. Al conocer el modo en que lo iba a ejecutar, todos aquellos que se reían de él iban a darse cuenta de su capacidad de planificar, de esperar el momento adecuado. Era un bonito plan infalible. Y cuando supieran el resultado fatídico de ése plan, reflexionarían sobre lo que habían hecho con él y el dolor infringido gratuitamente a su persona. Sobre la ignorancia del ser humano acerca de la gente verdaderamente valiosa. Se iban a enterar esos desalmados. Se rascó la nuca y se levantó del sofá de un brinco: manos a la obra.

En el súper, le costó decidirse. ¿Compraba todos de la misma fecha, o de distinta? Cabe esperar que la toxicidad aumentase cada día, pero comprar todos del mismo sabor… Al final decidió que como máximo tuvieran dos días de diferencia y que las texturas y sabores fueran distintos. Ésta decisión le obligó a cambiar de supermercado y visitar varios más, en busca de las fechas y tipos adecuados. Luego, en su coche, los ponía en el asiento del copiloto y los contaba. Treinta quizá se queden cortos.
Cuarenta.
Cuarenta ya deben ser suficientes.

Ya en casa los metió todos en la nevera, ocupando prácticamente dos baldas. Una vez colocados, los miró con satisfacción y cerró la puerta.

Todos pudieron comprobar el cambio en la oficina. Su actitud había cambiado. Miraba a sus compañeros con una mezcla de inquina e íntima satisfacción, sabiéndose portador de un triunfo futuro. Esto le producía un desconocido placer, y la pobre Paquita, un día, le miró con cierto miedo y respeto. Él se dio cuenta, y estuvo a punto de acercarse a tranquilizarla. Pero sospechó que su falsa ingenuidad podría hacer tambalearse su plan. Y no podía fiarse de su apariencia angelical , de sus ojos azules y sus mejillas regordetas. Ella también había sido cruel y también debía recibir la lección.

Los días iban pasando y su impaciencia crecía, pero se contuvo. Ya había esperado antes. Muchas veces. Esperas eternas, infructíferas. Esperó una palmadita del jefe en la espalda, que nunca llegó. Esperó que cuando Antonio contara su chiste de leperos en el café, no le mirara a él y dijera “los de tu pueblo”. Esperó que el resto no respondiera con un coro de risotadas. Esperó que Paquita aceptase alguna de sus invitaciones a cenar. Esperó que su madre le dijera que estaba orgullosa de él. Esperó, y esperó... Si pudo esperar tantas veces, podía esperar ahora algunas semanas. Esta vez, la espera sí que tendría un fruto. Esta vez, él llevaba la batuta.

Así que por fin llegó el día. Los cuarenta yogures llevaban caducados veinte días, el que menos. Pensó que si los sacaba por la mañana de la nevera, el frío no dificultaría la ingesta. No debía comer nada más a lo largo del día. Pensó además que la descomposición sería potenciada por la falta de frío. Cómo no se le había ocurrido antes. Seguro que si no los hubiera tenido en la nevera hubiera tenido que esperar menos. Bueno, ya estaba hecho; iba a funcionar.

Se sentó en la mesa de la cocina y con una cucharada sopera, comenzó a abrir y deglutir mecánicamente los yogures. Se suicidaba por la crueldad de las personas, para demostrar que el género humano era malvado y que merecía una lección. Imaginó el titular en los periódicos: "Ignacio Galindo se suicida por la incomprensión de sus semejantes". Que se sintieran culpables, éso hacía falta. Que fueran conscientes del daño que hacían a las personas, que podían tener un talento escondido y desaprovechado por culpa de los demás. Le iba costando cada vez más, así que, de cuando en cuando, se levantaba, caminaba alrededor de la mesa y volvía a la carga.

Pero cuando iba por el yogur número treinta y siete, sintió que no tenía más remedio que parar. Si no paraba, vomitaría, y todo su plan se iría al traste. Estaba muy erguido sobre el taburete de la cocina, tratando de moverse lo menos posible, porque le parecía que los últimos yogures se habían colocado en su esófago como las piezas del tetris cuando se pierde, y empezaba a sentir sudores fríos y temblores. De repente sufrió una sacudida enorme y le salió una ventosidad hedionda y ruidosa. Sentía que no sería la última, y que las próximas vendrían acompañadas de algo más material. Así que decidió levantarse y andar muy despacito por el pasillo hasta llegar al váter. A cada paso se le escapaban pedos que no podía contener, con cierto sonido acuoso.

Ya se había desabrochado el cinturón y el primer botón del pantalón mientras comía, así que apenas tuvo que desabrocharse los dos siguientes para que los pantalones cayeran a los tobillos en su llegada al baño. Y cuando se sentó en el inodoro fue presa de violentas convulsiones. Como quiera que quería suicidarse intoxicado, pero no axfisiado, abrió la ventanita que daba al patio inferior. Empezó a sentir una debilidad extrema, la visión de las flores de los baldosines del baño perdió nitidez y dejó de sentir dolor. Supo que el momento estaba llegando y sintió miedo. Estaba tratando de convencerse de que el culmen de su obra había llegado y que merecía la pena, cuando perdió la consciencia.




Abrió los ojos y sintió punzadas por la luz cegadora. Estaba terriblemente mareado, y le costó un momento acostumbrarse y tratar de enfocar entre las pestañas guiñadas. En ése momento una preciosa enfermera se le acercó. Le tocó la frente, mirándole a los ojos y le saludó:

- Hola… ¿Qué tal, cómo se encuentra?

- Bareado. Esdoy buy bareado. ¿Guién es usdé?

- Soy la enfermera de planta. ¿Me puede decir cómo se llama?

- Dacho, be llabo Dacho.

- Nacho de Ignacio, ¿no? Vamos a ver qué le ha pasado, Nacho. Estaba muy deshidratado, al parecer ha sufrido una intoxicación. Menos mal que su vecino le vió por la ventana y avisó a los servicios de urgencia… ¿Comió algo en algún restaurante,? ¿Sospecha que algo de lo que ha ingerido podía estar en mal estado?

- ¡¡Be guiero boriiiiiiirr!! ¡¡Seyoridaaa, do guiero vivir en esde bundo grueeeel!!

- Tranquiiilo, tranquiiiiiiilo. No se preocupe, se va a poner bien. Pobre, está muy alterado.


- ¡¡Doooo!! Usdé do lo endiende, be dengo gue borir, es decesario gue buera hoy…

- ¡Uuh! Me parece que está usted muy alterado, si le parece vamos a llamar a un compañero, el psicólogo de urgencias, para que le cuente usted su problema. Tiene que animarse, hombre, que se tiene que poner bueno. Un hombre tan joven y guapo…¡Vamos hombre! ¡Verá como tiene solución!

La enfermera salió. Nacho la vió apresurarse através del cristal y se quedó mirando el pasillo vacío, hasta que volvió con otra compañera y con un chico joven con bata blanca. La enfermera guapa señaló de forma discreta a la habitación en la que se encontraba Nacho y el médico joven se colocó su portafolios delante, apoyándolo sobre sus costillas con una mano, mientras con la otra sacaba del bolsillo de la bata un bolígrafo. Entró en la habitación y entornó la puerta. Las dos enfermeras se desplazaron hacia esta, ocultándose del ángulo de visión de Nacho.

Con voz amable, el médico se presentó como psicólogo del hospital y explicó a Nacho que en ocasiones las intoxicaciones dejan efectos residuales y el estado anímico queda deteriorado temporalmente, pero que no habría de preocuparse. Que si era la primera vez que tenía ese tipo de ideas.

Nacho, al principio no se fiaba. Pero la calmada apariencia del médico y su silencio insistente, al final le vencieron. Y se lo contó todo. Su plan de suicidio, el escarmiento que quería dar a todos los que le habían llamado tonto, alcornoque, pedazo de adoquín… No había podido hablar de ello con nadie, así que se encontró verbalizando el hilo de sus propios pensamientos acerca de todas las decisiones en el procedimiento del suicidio, cómo lo preparó, sus razonamientos, su calculada espera. El médico apretaba la mandíbula y Nacho supo que entendía su indignación. Terminó su relato henchido de gozo y sonriendo ampliamente.

Cuando terminó de hablar, se produjo un silencio cortante. El médico agachó forzadamente la cabeza, anotando sus impresiones. Volvió a levantarla y miraba a Nacho con una extraña impresión. Parecía que quería decir algo, pero volvió a bajar la cabeza, replegándose en sí mismo. Finalmente se levantó sin mediar palabra, le hizo un asentimiento de cabeza, cerrando los ojos, a Nacho, y salió de la habitación. Nacho se quedó perplejo y miró através del cristal. Veía solamente un filo de bata blanca, de alguna de las enfermeras, pero no conseguía ver nada más. De repente, el médico cruzó de cuatro zancadas el escenario del pasillo que podía ver Nacho, con la cabeza agachada. A la segunda zancada alzó su portafolio y se cubrió la cara por la parte que daba al cristal. Nacho sospechó… no… no podía ser… otra vez no…

Con un sobreesfuerzo se arrastró hasta los pies de la cama, y, sosteniéndose sobre la barandilla, se asomó a la puerta, tratando de mantener el equilibrio para no caerse.

Allí comprobó que las enfermeras lloraban de la risa, tapándose la boca para silenciar las carcajadas.

14 comentarios:

querida_enemiga dijo...

No me digas más: te has comido el Danissimo de agosto...

Es broma, está muy bien el cuentecillo.

Gato dijo...

Enhorabuena, Querida enemiga. te has ganado el premio a lectora inacojonable. Leerte un post así (se admiten saltos de línea) merece una mención honorífica.

Besoos los pies.

querida_enemiga dijo...

Me lo he leído de pe a pa, que conste. ¿Qué he ganado, qué he ganado?

Anómalo dijo...

Lo mismo que yo, espero.

fjwuyxx

neblina dijo...

Quietas fieras que yo también me lo he leido....

muy bueno gato, pero... muy triste el final, como la vida misma snif!

querida_enemiga dijo...

Yo según iba leyendo, creía que los yogures era para invitar a sus compañeros de la oficina a merendar.

Jolín.

Perlita de Huelga dijo...

¿Suicidarse comiendo un yogur caducado?
Jo, yo me fui a Granada y me dejé en la nevera un trozo de venado argentino. Cuando llegué a casa, ya me saludaba y me había preparado la cena. Comérmelo no hubiese sido un suicidio sino un asesinato.

jajaja que bueno eso de "morir por intoxicación, no por asfixia".

Zagloso dijo...

A mi me parece genial que la enfermera le pregunte "Nacho de Ignacio, ¿no?". Nunca tan poco dijo tanto de un personaje. Brutal. Por lo demás me ha parecido muy realista: yo una vez me intoxiqué con una berenjena rellena, bueno, yo y otros doscientos.

querida_enemiga dijo...

Comisteis doscientos de la misma berenjena???

Zagloso dijo...

Era una berenjena muy grande y los zaglosos somos pequeñitos, unos nueve kilos de media.

Gato dijo...

Anoche lo estaba pensando: pero qué guarra, con la descripción de la diarrea, por dios.

Querida enemiga, se me ha ocurrido la misma pregunta tonta. Debía de ser una berengena gigante, como las paelladas de la plaza del pueblo, allá por Papúa.

Perli, recuerdo tu aprensión por aquel trozo de carne. Tu post de hoy es antológico.

Anómalo, siempre buscando lo material... un beso en la frente, a cada uno, os ha tocado.

Neblina, a veces soy un poco cruel. Pero, el portagonista... es que es mu tonto, tía.

Zagloso, ¿te intoxicaste? Ay pobre... ¡cuéntanos!

Anómalo dijo...

Lo de la berenjena no fue en Papúa...
Espero mi premio, que lo sepas.

vjldds

Gato dijo...

Mejor voy a darte un beso de abuela. Consiste en besar repetida y ruidosamente despeinando la ceja del nieto-víctima.

Anómalo dijo...

Jijiji.

juudjy